En esa oscuridad la boca se llena de
hojas muertas de acacias.
En los ojos anida el sonido agudo de las
primeras gotas, las que chocan contra el primer metal que encuentran, y se
escurren y caen sordas sobre el piso invisible o se evaporan, es difícil
percibir la temperatura si el sol no lame las ventanas. Los pasillos son
ciegos.
Abre la boca y las hojas se multiplican
hasta invadirlo todo y cruje el aire, avanzar a tientas sobre ese otoño
artificial, un paso y detrás de él se vuelven a cerrar las hojas en su
espesura.
Las hojas muertas de acacias cumplen su
don de impedir saber en que sitio se encuentra, no se puede voltear hacia su
espalda para ver cuanto deja detrás de si, solo seguir, ignorando cuánto falta
para el fin de ese otoño inventado.
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