Un año antes del mío había planeado mi nacimiento definitivo, ese del que sale solo por una muerte soberana. Coronar el día perfecto con una cineraria azul y abrirse paso a ese transcurrir inevitable, ese sin saber sabiéndolo. La única certeza mecida junto a mi, los dientes de león que soplaba cuando se cayeron los míos, un deseo tirado por ahí, montarlos en barquitos y dejar que ese mar cordóncuneta, hiciera las veces de viaje y la caca de perro de isla para los naúfragos.
Quise saber de la levedad del cuerpo y recurri a olvidos, olvidar lo que sabía de mi, soñaba siempre lo mismo, que si corría lo suficientemente fuerte iba a poder volar, si me subía a los árboles también, si asomaba los ojos en la ventana algo iba a pasar.
Pasa, mientras uno se muda y se demuda, cambia la piel, creciéndose con uno, se sponja el cuerpo y se aja, resquebraja, cambian los ojos mirando más allá del más acá.
Había planeado mi nacimiento definitivo para hacer certeza de la intesidad de que no hay dos.
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