Las plantas habían seguido creciendo en mi ausencia, la lluvia obra su milagro en todas partes, la extensión de verde plegada sobre si misma y desparramada hasta teñir la yema de los dedos.
Ese olor que fascina por lo mezclado, por lo perdurable y por lo intenso.
Pegar la nariz a la nervadura en un deliberado acto de estupidez, ingenuidad y alquimia, pero no importa, no importa demasiado, que tan poco sea tanto y que nada, un mundo. Hundir los dedos en ese barro recién aparecido, brillante, dejarse hundir en el grado cero de la primera costilla. El primer hombre debió de encandilar la primera vez que sucedió la lluvia.
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