El mundo es eDmundo.
Descorrerse los milímetros necesarios para que la calle vuelva en esta casi estival estación a hacer visible, esa narración, cuento y poética.
Edmundo creía que tenía una letra cambiada. Un continente y un país en sus rodillas.
Lamería sus muslos, le treparía el sexo, alguna isla de esas perdidas que dan refugio a los ausentes, los ausentados, los sobrevivientes al mar que arriban a nado. Nada de nadar, nada de nada.
Chacabuco casi Illia.
El día podría ser igual a cualquier otro, la calle no entra en metamorfosis geográficas, su flora y su fauna, siguen ahí identicamente repetitivas como desde hace años. Eso inimutable que hace a la ciudad reconocible y fabrica casi sin querer puntos de encuentro.
-te espero en la esquina donde está el árbol más grande y el perro ese que no se mueve nunca de su sitio, el negrito.
-ok.
La noche no podía ser más noche, y los faroles de Chacabuco, daban a los palos borrachos esa iluminación que los hace nacer postal, retrato de avenida, doméstico identikit de Córdoba. El tiempo en su ciclo natural logra que los arbolitos, luzcan como bolas de ornamento sus algodones. De chica siempre sentí esa contrariedad de no saber si esos crecimientos eran lo esperable de una flor, era extraño ver esos algodones como surgimientos de esas espinas y esos troncos demasiados abultados o bien podía caber la duda, de que si los palos borrachos eran así de gordos por ser todos de algodón.
Una reunión espontánea de pibes se puso a jugar con los frutos, saltaban hasta perpetrar el robo y jugaban como unos loquitos de mierda a pegarse con eso que no duele, a ese proyectil que se desvanece mientras toca y alcanza, que llegando se deshace.
Parecía una nevada escapada de cálculo, pura escenografía e improbabilidad, ese azar del sucedido que de simple se hace extraordinario, estaban ahí masacrándose en una nevada de algodón.
Los autos seguían sucediéndose en ese torrente motorizado y anónimo, la gente esperaba lo mismo que esperaba ya desde antes.
Yo no.
Marqués, la esquina de la que era mi casa.
Junto con mi partida desapareció ese perro extraño, el animal apostado siempre en la esquina, el que de horrible se hacía entrañable. Esa monstruosidad mitad canina, mitad jabalí, esos dientes del infierno y esas ausencias dentales que provocaban el espanto.
Cabía pensar las opciones posibles, bien podría haber encontrado dueño, bien podría haberse sentido harto del barrio y las hostilidades de los vecinos y migrar quizás a Fragueiro o bien el posible drástico, de una muerte oportuna para su animalidad no definida.
Preguntar era violar el secreto, hacer de una sola posibilidad una certeza acabada, tan acabada como ese pobre animal maltrecho por alguna pelea o alguna que otra intervención divina y natural.
Su ausencia coincidía con la mía, volví de turista y ya no estaba, el barrio seguía siendo el mismo y no.
Si vuelve de la muerte o desde Fragueiro será igual, yo tampoco estaré ahí inventándole una culebra por historia o una teoría acerca de su ser tan horrible y mi prematuro espanto apenas lo conocí, esa mezcla de pavor y fascinación que provocan los que son mitad y mitad.
El sentido de la fauna viaja con uno. El turismo es solo contemplación y nostalgia.
El único animal hasta ahora en este barrio nuevo, en esta casa, es una tortuga de cartulina para saber donde está el norte y poder volver.
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