Sobre Tucumán, hay un bar chiquito, de esos que resistieron a fuerza de viejos carcamar y café fuerte el tiempo, el tiempo de la ciudad; esa víbora que crece mordiéndose la cola.
El regalo siempre había sido el mismo, llevarme a ese bar, la opción era coca o cortadito, yo sin poder apoyar los pies sobre el suelo pedía cortadito. La miraba a ella, tomándose el suyo y detrás ese desfile de gentes. Miraba los cuadros de la pared, la volvía a ver y ella tenía en los ojos la nostalgia.
La galletita dulce del café, era contar las historias, eran las mismas y no lo eran, cada cortadito engrosaba la escenografía de las casas perdidas, ese borde de cartón de mis tías abuelas, que de chiquitas eran capaces de tirarse desde algún techito con paraguas abierto para ver si volaban.
Sin querer, por esos accidentes que el azar provoca volví a entrar al bar, después que me senté, supe que era el mismo, los cuadros me parecieron horrorosos pero el encanto ambiente era el mismo, vi sobre el hombro de mi amiga, de mi hermana y por la calle pasaron los fantasmas de mías tías a vuelo rasante.
Terminamos el cortadito y nos largamos a la calle, en la esquina una viejo vendía paraguas, compre uno por si acaso.
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